El sistema ideado por los ponentes de la Constitución, aquellos señores de “prestigio político y profesional” en sus devenires, especialmente en la política, dentro y fuera del franquismo (léase clandestinidad para algunos) catedráticos o profesores en derecho constitucional o juristas de pro en todas sus facetas, que se plasmó en un texto “políticamente correcto” y pactado entre los actores del 78. Allí se consagró como premisa aquello del “”Gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo” que en su día acuñó Lincold, con la separación de los tres grandes poderes, ejecutivo, legislativo y judicial (este último sometido al pueblo por la vía del acuerdo en el Congreso de Diputados) También se consiguió el sometimiento al poder civil de un ejercito (por tierra, mar y aire) vencedor en una guerra civil y que había gozado de todos los privilegios (habidos y por haber) durante la dictadura.
Pese al intento de fijar los dos tercios para consensuar el nombramiento de los miembros del Consejo del Poder Judicial (que obligaba a derecha e izquierda a pactar) aquí el cambio ideológico no se produjo, ni siquiera por la vía de la reforma. La casta era la casta y cambiarla sigue siendo difícil y complejo. La tentación del poder ejecutivo (gobierno y Moncloa) y parte del legislativo de dominar el Consejo del Poder Judicial y por ende algunas salas del Tribunal Supremo ha ido in crescendo a medida que influían decisivamente en los procesos derivados de las denuncias por corrupción y actuaciones dudosas desde el ejecutivo (léase el tema Kitchen y colaterales) Eso ha motivado que dicho Consejo no se haya renovado en los últimos cinco años. Hasta el extremo de necesitar la mediación de la Unión Europea para ponerlo al día. Todo este impase en nada beneficia a la credibilidad del sistema. El mejor calificativo sobre nuestro sistema judicial es que “no funciona”. Después de generalizar esta sensación viene la acusación fundada de “está politizado”. Los medios de comunicación se abonan a definir su composición como “conservadores” y “progresistas”. Vamos, obedientes a los colores políticos que los designan. Son, simplificando, del Madrid o del Barça, ya nadie se queda en el equilibrio de la ecuación respetando del mandato constitucional de “juristas de reconocido prestigio”. Los ciudadanos llamados a actos de fe respecto a los valores constitucionales nos preguntamos si los nombramientos de “juristas de reconocido prestigio” impide serlo tras el paso por un gobierno y haber ejercido responsabilidades políticas y obediencia debida a quien te nombra…¿Se puede ser objetivo a la hora de “sentenciar” habiendo sido miembro del ejecutivo o nombrado por el ejecutivo? Nos cuesta admitir que alguno de ellos se capaz de mantener la objetividad profesional a la hora de juzgar postulados políticos (como será el caso de la ley de amnistía de Pedro Sánchez) y prescinda de los condicionantes que favorecen o perjudican a quien posibilitó su nombramiento… La reciente sentencia sobre el caso de los ERE de Andalucía responde a cualquier cuestión planteada desde la ciudadanía al respecto de la idoneidad de un Tribunal que debería mantenerse fuera de la lucha partidista. El titular “Siete progresistas y cuatro conservadores” pone en entredicho la credibilidad de la exigencia de: “juristas de reconocido prestigio”. La elección del Consejo del Poder Judicial desde los “gremios” profesionales de la judicatura no responde al espíritu de los ponentes constitucionales. Pero el devenir de los acontecimientos en esta “madura” democracia nuestra pone en tela de juicio la “voluntad” de los partidos de cumplir el espíritu de aquellos siete “sabios”. Habrá que buscar un sistema mixto que “purifique” la salud política de este órgano vital para el Estado.